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Popularizó su “rallado” pero la rompe con un queso gourmet: el secreto mejor guardado de La Quesera

  • El queso azul es el más premiado de la firma Cassini y Cesaratto.
  • La pyme llegará a las góndolas con otros productos.

Pocas marcas consiguen ganarse un lugar en la cabeza de los consumidores. La Quesera se volvió conocida en los últimos años por su «rallado»: con un precio muy accesible y una distribución de gran capilaridad, se hizo espacio tanto en grandes cadenas de supermercados y mayoristas, como en kioscos y pequeños almacenes de cualquier parte del país. Y, en sobrecitos individuales, llegó a la mesa de comensales de restaurantes y caterings, a través del llamado canal Horeca..

Este producto, que no se ajusta a la clasificación actual de «queso rallado» del Código Alimentario, está hecho a base de queso procesado con almidón. Su aspecto y sabor es muy similar; la diferencia que sí se aprecia es la del precio, que ronda la mitad.

Lo curioso es que, aunque el rallado es su producto más famoso, la firma Cassini y Cesaratto se identifica más con quesos gourmet, con los que empezó hace 37 años. Sobre todo, con el que la hizo conocida en el mundo lácteo y gastronómico: el azul (ese que llamábamos «roquefort» hasta que las denominaciones de origen restringieron el uso de este nombre). Con una capacidad de producción de 3 millones de kilos anuales, la empresa estima que su planta de queso azul es la mayor de Sudamérica.

El rallado y el azul hacen entre el 60 y 70% de las ventas de esta láctea, en proporción similar. El resto lo conforman otros quesos: duros, semiduros, blandos, feteables y untables. El azul de La Quesera es el que cosechó más premios en concursos del sector, pero también recibieron medallas y distinciones con el gruyère, el sardo, el parmesano, el reggianito y otros.

Buena parte de los consumidores no identifican a estos productos con la marca de la pyme, sea porque algunos se venden en comercios minoristas que los fraccionan, porque son ingredientes de platos de restaurantes, de empresas de catering o de comidas congeladas, o porque son elaborados con marcas de otras empresas. Pero esto empezará a revertirse pronto.

La Quesera llegará este año a las góndolas refrigeradas de lácteos con una oferta de quesos untables en pote. Con este objetivo, la empresa invirtió unos 600.000 dólares, e incorporó a su planta industrial de San Carlos Sud, Santa Fe, una envasadora para sus variedades de queso blanco, cheddar y pasta azul. En una segunda etapa, prevén lanzar más productos y nuevos formatos.

La historia de esta firma que hoy procesa 200.000 litros diarios de leche de 50 tambos, elabora unas 8.000 toneladas anuales de productos y emplea a unas 150 personas, tuvo su génesis hace cuatro décadas.

Dos familias, un emprendimiento

Jorge Cassini era representante de una fábrica de queso azul de Santa Fe; trabajaba de lunes a viernes en Buenos Aires y volvía a su casa los fines de semana. Jorge Cesaratto era distribuidor de papeles litografiados, de regalo y escolares, junto con un socio.

En 1983, Cassini se instaló con su familia en Buenos Aires. Quiso la suerte que anotaran a sus hijas en la escuela de Caballito a la que iba la hija de Cesaratto. Primero se hicieron amigas las nenas, después las madres. Y algo presintieron María Luisa y Liliana, porque fueron ellas las que insistieron en que sus maridos se conocieran.

Cesaratto recuerda que con ese propósito fueron a una cena en la casa de los Cassini. «Él llegó tarde. Entró, abrió el portafolio, sacó fiambre cortado, lo puso en la mesa y dijo: ‘Coman, disfruten. Me van a decir que soy un guarango, pero me voy a dormir. Salí a las 5 de la mañana, fui a Santa Fe y volví, no doy más’. Así nos conocimos».

El confuso episodio no impidió que se fueran haciendo amigos. «Empezamos a estar los fines de semana juntos, los chicos venían a mi casa o estaban en la de ellos». Pero adaptarse a Buenos Aires no le resultó fácil a la familia de Jorge Cassini: dos años después de haber llegado, su esposa e hijos regresaron a Santa Fe, y él volvió a recorrer de ida y de vuelta esos 500 kilómetros, entonces sin autopista.

«Cada vez que venía y nos encontrábamos me decía que me pusiera a trabajar con él», recuerda Cesaratto. «Pero yo con los papeles y los cartones estaba bien. Hasta que, por 1987, las ventas cayeron y le dije a mi socio: ‘Quedate vos, yo me voy a probar con los quesos‘». Llamó a Cassini, y largaron.

«Yo de quesos no conocía nada; hoy incluso puedo decir que no conozco. Nada que ver con mi socio, que estuvo en el rubro toda la vida. Lo que él sabe es tremendo», dice Cesaratto. Cassini había formado una cartera de clientes importante en la Capital Federal y el Conurbano. Cesaratto, estando in situ, pudo atenderlos mejor, visitarlos y crecer.

Al azul le sumaron el gruyère, y así tuvieron un segundo producto para distribuir. La idea era diferenciarse. «Siempre apuntamos a las especialidades, no a los comunes. Lo común en quesería es hacer cremoso, queso barra (tybo) y un sardito fresco, cualquier fábrica hace eso».

Al principio compraban la mercadería y la traían desde Santa Fe en una camioneta Ford 350, y alquilaron un depósito en el barrio porteño de La Paternal. En aquellos primeros años, Jorge Cesaratto se encargaba de hacer el reparto con una Traffic. «Cargaba la camioneta a la noche y salía a las 5 de la mañana. Vendía, repartía, cobraba, todo», recuerda.

Esos recorridos eran una oportunidad para comparar su oferta con la de la competencia. Cesaratto veía que su volumen de ventas era muy magro en relación con las empresas que producían queso cremoso, y dudaba del tipo de productos que había que hacer. «Le decía a mi socio: ‘Che, la onda está en hacer cremoso‘. Pero él decía: ‘Vos dejá, eso es un negocio aparte, con el tiempo vas a ver que tengo razón’. Y tenía razón: el cremoso, en momentos en que baja la productividad, lo vendés; cuando sube la cantidad de leche el precio empieza a caer, es un mercado muy volátil».

Así que siguieron con la misma tónica. El negocio crecía, así que compraron un camión Mercedes Benz, que cargaba entre 16 y 17 mil kilos. Un sobrino de Cassini comenzó a trabajar en los repartos; luego le sumaron un ayudante. «A veces no alcanzaba, incluso había mercadería que hacíamos traer en algún transporte, la bajábamos en un depósito de gente amiga, y después la cargábamos. Más adelante, empezamos a alquilar una cámara de frío», dice Cesaratto.

Quesos gourmet de elaboración propia

En 1991, Cassini y Cesaratto se embarcaron en la producción de procesados. Compraban quesos que ya no estaban para la venta (partidas cercanas a su vencimiento, o de quesos que habían salido muy duros, o más agrios, o con «ojitos» de aire) y los llevaban a fundir a una empresa de San Carlos. A cambio, retiraban queso en barra y otros, que vendían para incrementar la cartera de productos.

La compra de la fábrica en desuso La Moderna, en la zona rural de la localidad de Matilde, fue el primer paso en la elaboración y les permitió diversificar su oferta de productos. «Fuimos comprando o alquilando fábricas viejitas, chiquitas, y en cada una hacíamos un tipo de queso distinto. Todas estaban ubicadas en la cuenca lechera, la más lejana creo que estaba a 80 km».

En 1993, en la planta que compraron en Santa Clara de Buena Vista, empezaron a fabricar sus propios quesos duros, para los que procesaban 5.000 litros de leche por día. Para acompañar la mayor oferta, adquirieron un depósito en el barrio porteño de La Paternal. Al año siguiente, empezaron a elaborar el gruyère y otros productos en una planta de la localidad de Sastre y Ortiz.

«Hasta ahí teníamos producción propia de queso fundido, de duros y de gruyère. Y lo que no hacíamos, lo seguíamos comprando a terceros. En 1996 le alquilamos la fábrica a Geilac, en Gessler, donde había trabajado mi socio, y tras una readecuación empezamos a producir el queso azul».

En el 2000 montaron sus oficinas en la Ciudad de Buenos Aires para hospedar al personal que viajaba desde las plantas. Cinco años después, construyeron una planta industrial con capacidad para procesar 75.000 litros diarios de leche y previsión de crecer aún más, en la localidad de San Carlos Sud, donde consolidaron las operaciones.

La inauguración de la planta, que había sido proyectada desde cero con todos los servicios y las instalaciones para el tratamiento de efluentes, fue la instancia previa a la aprobación de Senasa para tráfico internacional en 2006. Dos años después hicieron la primera exportación de quesos duros a Brasil.

El «rallado» de La Quesera

Poco después de abrir la fábrica La Moderna, los socios de La Quesera empezaron allí con los quesos rallados. En aquella época, Cassini y Cesaratto se las ingeniaban para aumentar su producción, buscando máquinas “parecidas” a las que necesitaban, que compraban en los remates de usados.

“La primera envasadora de rallado que tuvimos era una máquina de café Monaguillo que hacía saquitos y le faltaban piezas; se la llevé a una gente junto con otra que compré para repuestos, para que la acondicionaran y la hicieran más automática”. Algo similar hicieron con las secadoras. Después ya pudieron comprar máquinas nuevas.

Con la nueva planta de San Carlos Sud lograron dar el salto. Incorporaron tecnologías de envasado automático para el queso azul, ampliaron la capacidad de producción de quesos naturales y en 2014 construyeron otra fábrica de 1.800 m2 con tecnología moderna para el secado y rallado de los quesos.

«Nuestro rallado es un producto alternativo de muy alta calidad, con los más altos estándares de inocuidad, para un consumidor que busca algo más económico -dice Cesaratto -. Como no necesita frío, su distribución es más sencilla y puede llegar a todos lados».

El primer formato de este producto fueron bolsitas de 40 gramos para los mayoristas y distribuidores, sus clientes principales. «Con el tiempo vimos que algunos querían envases más grandes, así que hicimos de 100 y 150 gramos. A medida que fuimos incorporando el canal Horeca, sumamos envases de 1 y 3 kilos. Incluso lo hemos vendido en bolsas de 25 kilos para grandes marcas que elaboran empanadas y otras comidas».

Otro empujón a este producto vino con el envase individual de 8 gramos. “Si bien se gana menos porque tiene mucho más costo (más golpes de máquina, más envase, lleva más tiempo), sirve como instrumento de marketing, porque la marca llega a la mesa y la mano de la gente”.

Sustentabilidad y un problema convertido en negocio

Desde el inicio, en la planta de San Carlos Sud se implementaron Buenas Prácticas de Manufactura (BPM) y Procedimientos Operativos Estandarizados de Saneamiento (POESs) para todos los sistemas productivos, y en 2020 certificaron el sistema de gestión de inocuidad HACCP.. «Todo se hizo en función de las posibles contaminaciones. A la planta de queso azul, por ejemplo, no puede ingresar nadie que no sea de esa área, solo pueden hacerlo con la huella digital dos personas que trabajan allí. La tecnología industrial y las normas fueron marcando nuevas pautas», dice Cesaratto. «Con mi socio somos antiguos, todo esto se lo debemos a su hijo, que es gerente de planta y sabe todo».

También por estas normas de seguridad, hoy solo pueden comprarle queso para fundir a las empresas que tienen trazabilidad, y que en general exportan.

Los cierres intempestivos de la exportación en los últimos años generaron materia prima extra para Cassini y Cesaratto. Es que cuando las partidas están listas para despachar y se traba la exportación, esos productos no pueden redirigirse al mercado interno. Y las empresas de proceso continuo tampoco pueden parar la producción, buscar la mercadería, sacarla de las bolsas y reenvasarla.. «Entonces nosotros se la compramos, la fundimos y elaboramos cheddar o pasta de azul, por ejemplo».

Cuando iniciaron la construcción de la planta nueva, el problema principal era qué hacer con el suero. «Si vas a procesar 75.000 litros de leche por día, vas a tener casi 60.000 litros de suero diarios, ¿qué hacés? No podés arrojarlo a los arroyos», explica Cesaratto. Al principio compraron unas hectáreas para hacer una planta depuradora, construyeron un sueroducto de unos mil metros de largo, y cuatro depósitos por los que iba pasando el suero.

Lo vendían a plantas dedicadas a hacer suero en polvo, para alimentos. «El problema era llevarlo, tiene mucho flete». Por eso, en 2008 incorporaron tecnología de nanofiltración, que les permitió producir suero parcialmente desmineralizado, más concentrado, para su venta. «Con eso logramos reducir de tres a uno los camiones».

Pero el mayor agregado de valor al suero lo implementaron en 2012, cuando junto con la Universidad Nacional del Litoral, el INTI y el INTA incorporaron una planta para producir WPC 35, un concentrado proteico de alto valor. Así convirtieron un subproducto contaminante en un producto rentable, un problema en un negocio. El círculo virtuoso se terminaría completando con una planta de biogás en las instalaciones de tratamiento de efluentes, para abastecer parte de los requerimientos de energía.

Las medidas de triple impacto (social, ambiental y económico) de la empresa le terminaron valiendo la máxima certificación de CAME Sustentable que otorga la Confederación Argentina de la Mediana Empresa. «Cerramos el circuito de la sustentabilidad», dice Cesaratto.

Especialidades difíciles

Cesaratto estima que tanto su planta de queso azul como la de gruyère deben ser de las 4 o 5 que hay en el país. No son productos fáciles: la elaboración del azul “tiene un proceso muy especial, muy contaminante por el hongo, hay que tenerlo muy controlado”, explica. El gruyère tiene hormas de más de 40 kilos que, día por medio, hay que dar vuelta, limpiar, lavar, secar.

La dinámica de las ventas implica otros desafíos. A diferencia de los quesos cremosos, los quesos especiales no tienen una alta rotación, lo cual es complicado en épocas de altísima inflación.

El queso azul de La Quesera se estaciona durante más de 60 días, el gruyère casi tres meses y el parmesano, nueve. Y a eso hay que sumar que las grandes cadenas pagan quizá a 60 días. Se requiere espalda para pagar la leche y los sueldos todos esos meses en que los quesos no generan ingresos, con una inflación del 20% mensual. «Ningún queso nuestro se vende al toque. En las estanterías hay que tener por lo menos 600.000 kilos estacionados, en un lugar inmenso, con humedad y temperatura controladas por tecnología computarizada», explica Cesaratto.

No deja de llamar la atención el desarrollo armónico de esta pyme que está al borde de dejar de serlo. Sus fundadores siempre tuvieron el 50% del paquete accionario, por lo que cada decisión tuvo que haber implicado acuerdos, durante casi cuatro décadas. Hoy, los cuatro hijos de las dos familias de socios trabajan en la compañía, y ya hay un miembro de la tercera generación.

Fuente: Nota El Clarín 21/03/2024

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